Autor: Enric Capó
Me encanta el evangelio de Jesús. Sencillo. Directo. Claro. Las grandes verdades de la fe no nos vienen en el lenguaje árido y complejo de la filosofía o de la teología dogmática, sino en la forma literaria de los cuentos infantiles, donde el sueño y la realidad se confunden para inspirar y sugerir nuevos horizontes y alimentar nuevos sueños. El interés central del evangelio no es escribir una historia, tal como la concebimos nosotros actualmente, sino alimentar nuestra mente y nuestro corazón con las visiones de un nuevo mundo, más humano y más justo: el mundo de Dios. Desaparecen las teorías racionales y razonables del diario quehacer humano, para dar paso al mensaje de Dios que nos llega en la forma de imágenes que, más que describir, nos inspiran nuevas sensaciones y nuevas visiones de un mundo renovado, liberado de la tiranía de las cosas.
Leer el evangelio es una gozada. Es entrar en el mundo mágico de Jesús, el mundo imposible donde todo es posible. Nada es inmutable. Nada es definitivo. Es un mundo abierto, lleno de encanto y belleza, donde el encuentro entre lo divino y lo humano, entre el creador y su creación, no nos viene revestido de ciencia, sino en el lenguaje del mito, del cuento, de la narración fantástica. Más que a hechos, se refiere a acontecimientos en el campo de la experiencia humana de Dios. Son especialmente bellos los pasajes que nos hablan del nacimiento de Jesús: la anunciación a una virgen, que va a ser madre; cielos abiertos, con explosión de luz, y la aparición de multitud de huestes celestiales que cantan la gloria de Dios y proclaman un mensaje de paz y de amor. Son entrañables los pasajes del anuncio del nacimiento a unos pastores, que escuchan, creen y obedecen. Son los pobres de la tierra, ellos, los olvidados del mundo, aquí son los privilegiados de la revelación divina. Y la universalidad del evangelio se presenta bajo la figura de los grandes sabios de oriente que, guiados por una estrella, llegan hasta el niño para ofrecerle sus fastuosos regalos: oro, incienso y mirra. Es el mundo de la fantasía, pero también de la revelación. No son quimeras, ni palabras en el aire. Es revelación y promesa. Hay un lugar en el devenir de nuestro mundo donde el cielo y la tierra convergen para abrir una puerta a la esperanza. Y el evangelio alienta esta esperanza y le da alas hasta vislumbrar la gloria de Dios y su propósito salvador.
Por esto, el mundo del evangelio es un mundo lleno de milagros: se anda sobre el mar, se dan órdenes a los vientos y a las tempestades, se expulsan demonios, se curan a los enfermos por la fuerza de la palabra, se resucita al que ha fallecido, se da esperanza al desesperado. Todo esto es posible en este mundo transitado por Jesús. Nos muestra más el mundo de Dios que el nuestro, donde estas cosas no pasan. De alguna forma, los hechos extraordinarios y fantásticos del evangelio nos hablan de un mundo nuevo, del que todas estas cosas son signos. Es el mundo en el que creemos y hacia el cual vamos. Es el mundo prometido, oferta divina al hombre. Así es y así será el Reino de Dios.
El mensaje del evangelio es especialmente apropiado para los niños. Ellos entran fácilmente en el mundo de Jesús, donde se supera la sórdida realidad del presente para amar y buscar las cosas mejores. Más allá de la decepción que nos produce las limitaciones y deformaciones de nuestra vida humana, en un mundo marcado por la impotencia y la corrupción, a través del evangelio son capaces de vislumbrar otra realidad en la que su centro es amar y confiar. Los lirios del campo y las aves de los cielos, sobre los que Jesús llama nuestra atención, son signos de un cuidado paternal de alguien, Dios, que está por encima de nosotros. No les es difícil a los niños aceptar esto.
Quienes lo tienen mucho más difícil son los sabios y los entendidos, porque el evangelio y su circunstancia cae fuera de toda la experiencia humana. No hay precedentes en la historia conocida y comprobada. No hay nada en su formación científica que les permita asimilar hechos extraordinarios y milagrosos como los que nos presenta el evangelio. Les es imposible entrar en el mundo de Jesús y aceptar sus normas. Necesitan argumentos y pruebas, comprobaciones científicas que sean convincentes. Y el evangelio no los tiene. El evangelio se transmite, no de cerebro a cerebro, sino de corazón a corazón.
Pienso que la teología sistemática –disciplina que estudia el pensamiento bíblico y lo organiza en un sistema coherente- ha dañado, ya desde los primeros siglos de la Iglesia, el mensaje de Jesús. No se trata ahora de criticar la reflexión teológica sobre el contenido de la Biblia que se ha realizado a lo largo de los siglos. Ha sido una reflexión del todo necesaria y, en líneas generales, provechosa, aunque se le ha atribuido un significado salvífico que no está justificado y una rigidez que no se compadece con el mensaje del evangelio. La rigidez doctrinal de las discusiones cristológicas, pneumatológicas y soteriológicas de los primeros siglos –y muchas de las que se dan actualmente- son un ejemplo de por donde no ha de ir la reflexión cristiana. No puede consistir en una investigación científica que pretenda encerrar a Dios en una definición académica.
Si buscamos en el evangelio una definición de Dios, no la encontraremos. Dios continúa siendo el gran desconocido. Pero su rostro aparece claramente en el rostro de Jesús. El Él descubrimos a Dios, no como una explicación del universo, ni como la causa primera, origen y principio de todas las cosas, sino como el padre que nos ama y nos busca para darnos vida y vida en abundancia. Jamás encontraremos a Dios en los libros de texto, ni en las monografías eruditas, ni en la mera práctica religiosa. Sólo podremos hacerlo en el encuentro personal, en la aceptación sin más del mensaje de Jesús. En Él, en Jesús, definámosle como queramos, aceptando o no el fruto de las deliberaciones de los concilios, encontramos a Dios, sin necesidad de argumentos, ni pruebas, ni doctrinas infalibles. Lo encontramos como el hijo perdido encuentra a su padre, en el camino de vuelta hacia la infancia, donde Dios es el amigo que nos acompaña y cuya presencia no es necesario probar.
De ahí viene la palabra de Jesús: “si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 181,3). Es un viaje imprescindible. Un viaje hacia la humildad: desde nuestra impotencia al poder de Jesús, desde nuestro pecado reconocido a la santidad, desde nuestras pretensiones racionalistas al Dios personal que se nos ha revelado en Jesucristo. La erudición humana, toda erudición humana, religiosa o profana, es incapaz de sintonizar con Dios. Sólo hay un canal que sintoniza perfectamente con Dios, el canal infantil, el del encuentro personal en el que el hombre y Dios, dejan de ser extraños para empezar una hermosa historia de comunión y de amistad. Nuestra historia espiritual empieza con un abrazo.
Enic Capó
Fuente: LupaProtestante.com
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Hace 2 meses
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